Disparos de la Armada: la doble muerte de Carlos Javier Vega

Red de periodismo

Inermes, Carlos Javier Vega y su primo mayor, Eduardo Velasco, fueron impactados por las balas de fusiles de miembros de la Armada ecuatoriana en el barrio Cuba, en el sureste de Guayaquil. La Marina los acusó de ser terroristas para avalar el ataque, dijo que los disparos se hicieron “a las llantas” del vehículo en el que los primos viajaban y que fueron impactados debido a la “inestabilidad del terreno y a la impericia del conductor”. Esta investigación contradice sus versiones y revela ambigüedades en una pericia vital. Eduardo sobrevivió a un disparo de frente, que pudo haber sido mortal, y Carlos Javier falleció con cuatro órganos vitales lacerados. 

06.09.2024

Investigación: Karol E. Noroña

Fotografía, video y edición: Karen Toro

A las once y quince de una soleada mañana guayaquileña, el 2 de febrero de 2024, un joven llamado Carlos Javier Vega —que a sus 19 años apenas dejaba ir a su adolescencia—, recibía cuatro impactos fulminantes de fusil militar en su cuerpo delgado, en un polvoroso barrio de casas de tablas quebradas y techos de zinc, en el sureste de la ciudad.

En ese momento, su madre Laura Ipanaqué escogía uno de los tantos panes recién horneados que descansaban en una vitrina acristalada para vendérselo a uno de sus clientes en la panadería que aliviaba los gastos mensuales de la familia.

A esa hora, su padre Carlos Vicente Vega caminaba rápido sobre una vereda de concreto para llegar al restaurante de un buen amigo que le prometió un almuerzo. Natasha Coque, la risueña enamorada de cabellera castaña de Carlos Javier, subía los escalones de un bus de transporte universitario que la llevaría a la parada de la Universidad Politécnica Salesiana del barrio Centenario, en el sur de Guayaquil; y la tía de Carlos Javier, Ana Ipanaqué, recargaba saldo a su celular para devolver una inesperada llamada perdida de Carla, la esposa del primero de sus hijos, Eduardo Velasco.

Pensaban que la vida sucedía con la naturalidad de una rutina de viernes, cuando los trámites y el trabajo se apaciguan, aunque con un aire sigiloso en una de las ciudades más conflictivas de Ecuador, el país más violento de América Latina. Aquel viernes 2 de febrero era, también, el vigésimoquinto día del conflicto armado interno que el gobierno de Daniel Noboa declaró para identificar a 22 bandas criminales como organizaciones “terroristas” y ordenar a las Fuerzas Armadas una tarea máxima a escala nacional: neutralizarlas. 

Minutos después, la noticia que lo cambiaría todo llegó como una llamada en cascada a cada uno de sus celulares: “alguien” —no sabían quién— disparó a Carlos Javier Vega y había sido trasladado de urgencia al Hospital General Guasmo Sur. 

“Todos imaginamos que quisieron robarle a Javiercito y por eso le dispararon”, recuerda Laura Ipanaqué, de 42 años, ojos marrones, pequeños y acuosos, que libera palabras como lentos susurros. Pero cuando llegaron al hospital, supieron que no solo Carlos Javier Vega recibió impactos, sino también su primo Eduardo Velasco, quien conducía el taxi ejecutivo en el que fueron baleados en el popular barrio Cuba, en el sur de Guayaquil. Supieron, también, que quienes dispararon no fueron “ladrones”; fueron militares. 

Veinte horas después de recibir las balas en su cuerpo, Carlos Javier Vega falleció sin su riñón izquierdo y con otros tres órganos vitales lacerados, pese al intento de los médicos por reanimarlo. Eduardo Velasco se salvó de morir. 

El mismo día en el que Carlos Javier Vega fue asesinado, las Fuerzas Armadas aseguraron, en un comunicado, que él y Eduardo Velasco eran dos “terroristas aprehendidos ante un intento de ataque a un retén militar” y un miembro de la Marina los denunció por ataque o resistencia en contra de él y dos de sus compañeros. Tres meses después, en abril de 2024, el capitán de navío Carlos Salvador extendió la versión y aseguró, en televisión nacional, que la intención fue disparar a las llantas. Sin embargo, dijo él, los “lamentables sucesos” ocurrieron por una supuesta “irregularidad del área y por la impericia del conductor”. 

Pero esta investigación lograda con la revisión de un expediente archivado, documentos judiciales, informes reservados, medición de la calle donde los marinos dispararon sus fusiles, y al menos diez testimonios —incluidas las voces de expertos forenses— contradice gran parte de las versiones de la institución militar que decidió no ofrecer explicaciones para esta reconstrucción, pese a que solicitamos su pronunciamiento durante cuatro ocasiones. 

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Carlos Javier Vega Ipanaqué era como el viento. A sus 19 años, el joven de ojos café, cabello ondulado y castaño que partía en el medio para que los rizos adornaran como dos olas su rostro aporcelanado, revoloteaba en cada mesa, sillón y cuarto de la casa de sus abuelos maternos, Eduardo y Rosa, asentada en uno de los laberínticos pasajes de un barrio en el sur de la convulsionada Guayaquil. Más que una casa es un templo familiar.

El templo es una vivienda de un solo piso, con sus paredes color beige, dividida en seis espacios: una sala con cuatro sillones morados, una cocina donde el hervor del arroz y un buen seco de pollo casi nunca falta, un comedor de madera con seis sillas y tres cuartos donde crecieron Carlos Javier, sus tres hermanos y sus primos. 

La jerarquía de la sangre no existe en el templo. “Aquí siempre han estado como padres mis abuelos. Sé que mi mamá es mi mamá, pero me crié como si fuera su hermano. Mis tíos, igual, como si fueran mis hermanos, y con Javier también. Todos aquí somos ñaños (hermanos) y esta casa siempre ha sido nuestro punto de encuentro”, cuenta Eduardo Velasco. 

No importaba que viviera a menos de cien metros, Carlos Javier Vega casi siempre estaba ahí. Solía sentarse en el mesón de mármol negro que daba paso a la cocina para moldear con sus manos las figuritas de mazapán con forma de manzanas que luego vendía para ganarse unos dólares. Varias tardes, también, descansaba de los turnos de la mañana en los que ayudaba a sus padres en la panadería familiar —el pago eran diez dólares diarios. En ocasiones, practicaba con su pistola de tufting, una máquina de coser portátil que dispara y corta el hilo en una tela para crear alfombras personalizadas, uno de sus tantos emprendimientos con los que esperaba costear su carrera universitaria. Otros días ensayaba los riffs del bajo que tocaba cada domingo en la Iglesia cristiana Verbo Norte a la que asistía junto a su familia desde hace más de diez años. 

A veces no había otro motivo más que dormir en el templo, que tiene un enorme ventilador colgado en el centro de su sala, porque hacía mucho calor en su casa. Durante esos días, Guayaquil ardía a más de 30 grados centígrados. 

Por eso, el 1 de febrero de 2024 —un día antes de que lo asesinaran— Carlos Javier Vega les dijo a sus padres Laura Ipanaqué y Carlos Vicente Vega que esa noche calurosa se quedaría con sus abuelos. Ese jueves, Carlos Javier le pidió a Laura que cambiaran su turno de trabajo del viernes 2 de febrero en la panadería para que él pudiera ingresar a las dos de la tarde y no a las siete de la mañana, como hacía siempre. Aceptó. Se despidieron con un abrazo para irse a dormir. 

Laura Ipanaqué no sabía que Carlos Javier Vega había planeado vender un cachorro pitbull junto a su primo Eduardo Velasco y que, horas más tarde, debía acompañar a su enamorada Natasha Coque al centro de la ciudad. O, al menos, ese era el plan. 

La madre tampoco sabía que el abrazo con Carlos Javier sería el último. 

A la izquierda, retrato de Carlos Vicente Vega y Laura Ipanaqué, padres de Carlos Javier, en la sala de la casa de la familia Ipanaqué. A la derecha, detalle del bajo que Carlos Javier Vega usaba en el grupo musical de la iglesia cristiana a la que pertenecía. 29 de abril de 2024, Guayaquil, Ecuador. | Fotografía: Karen Toro

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Un secuestro lo trastocó todo. Eduardo Velasco, un hombre trigueño y corpulento, de 35 años, sobrevivió a un rapto extorsivo en octubre de 2023. Le robaron su carro y los pocos ahorros que tenía se extinguieron en las vacunas extorsivas que debía pagar cada mes en el balneario que administraba. Desde entonces, optó por el taxismo y se hizo de cremas, medicamentos naturales y perfumes para ofrecerlos durante las carreras que conseguía. “Todo intento hacerlo plata, porque la situación está muy dura”, dice Velasco, padre de la adolescente Valentina, con los ojos bien abiertos, guarecidos por dos espesas cejas que le dan un aire de imponencia. 

Entonces, cuando Chica, su perrita pitbull de tres años, dio a luz a sus cachorritos en diciembre de ese año, pensó que sería buena idea vender uno. Y Carlos Javier Vega, su primo, lo ayudó a conseguir un comprador: Jordan*, un adolescente que vivía a pocos metros de una de las sedes de la Universidad Politécnica Salesiana, en el icónico barrio Cuba, asentado en la orilla del río Guayas. 

La venta del cachorro, blanco con manchitas marrones, se concretaría pasadas las once de la mañana del viernes 2 de febrero de 2024. Eduardo Velasco acordó con Javier Vega recogerlo en la casa de sus abuelos para ir juntos.  

Embarcado en un automóvil color vino que alquilaba de lunes a sábado, Eduardo llegó a la casa blanca pasadas las diez de la mañana con el perrito: “Javier todavía estaba dormido. Lo desperté y le dije: ‘ñaño, vamos a entregarlo [al cachorro]’. Se levantó rapidito”. 

Era un viernes soleado. Carlos Javier Vega se puso una pantaloneta morada, una camiseta blanca y una gorra ploma. Se calzó unas zapatillas blancas, que usaba casi a diario. Estaba listo. 

A las diez y cincuenta, los primos se subieron al carro, Carlos Javier puso al cachorro en el suelo de su asiento y arrancaron. La casa de sus abuelos está enclavada en el sur de la ciudad, así que el trayecto hacia el barrio Cuba implicaba recorrer poco más de tres kilómetros hacia el sureste en diez minutos. 

Tomaron la concurrida avenida Ernesto Albán Borja y pasaron frente al centro comercial Mall del Sur, el segundo más visitado de Guayaquil. Luego, atravesaron la larga avenida Domingo Comín, que es la frontera que separa al barrio Centenario de su casi hermano, el barrio Cuba. 

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Eran las diez y cincuenta y nueve, cuando Carlos Javier Vega decidió contactar a Jordan en un chat de Facebook, con el celular de su abuelo —el suyo se había dañado días atrás— para avisarle que estaba cerca.

—Oe [oye], estoy por tu casa. ¿Dónde vives? Estoy con el perro. Habla, escribió Javier.

—¿Dónde?, respondió Jordan. 

—Aquí en el barrio cuba. Donde vives. O topamos en la u [es decir, la Universidad Salesiana] para que veas el perro, replicó Javier. 

—Oe. En el B, dijo Jordan. 

Con “en el B”, el adolescente se refería al edificio B de la Universidad —uno de los seis que componen el campus—, enclavado en la calle Ignacio Rueda Latassa, que estaba a menos de cinco minutos. 

Eduardo Velasco y Carlos Javier dejaron atrás la avenida Domingo Comín después de transitar su carril norte sur, giraron a la derecha y se adentraron en las resquebrajadas calles del barrio Cuba. Mientras continuaban el trayecto, Velasco temía quedarse sin gasolina. A las once y tres, le escribió a su madre, Ana Ipanaqué, para pedirle que le transfiera diez dólares a su cuenta bancaria y tanquear el carro— así consta en el chat que Ana aún guarda. 

Retrato de Ana Ipanaqué, tía de Carlos Javier Vega, en la casa de los padres. 29 de abril de 2024, Guayaquil, Ecuador. | Fotografía: Karen Toro

Para llegar a la Universidad Salesiana, los primos debían recorrer más de 640 metros (dos minutos en carro) hacia el este por la calle General Francisco Robles, una de las principales avenidas del barrio Cuba, que atraviesa el Mercado Caraguay, histórico, dicen sus visitantes, por ser la escuela no oficial del arte de la pesca del río Guayas. 

Continuaron por la Robles y el logo de la Universidad —una silueta amarilla del rostro de San Juan Bosco sobre una esfera azul— comenzaba a aparecer en un edificio que funciona como parqueadero, antes del campus. Faltaban cien metros. 

Carlos Javier Vega y Eduardo Velasco llegaban a la intersección de La Robles con la calle 38 SE, un pasaje corto que colinda con la esquina del primer edificio de la Universidad, cuando vieron que el ingreso a la zona universitaria estaba bloqueado. 

Tres militares con armas de guerra en sus brazos cerraban el paso. 

Recorrido por la avenida General Francisco Robles hasta la intersección con la calle 38 SE. 

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La operación militar Intervención 20 era secreta. Diez miembros del Grupo de Intervención Táctica de la Infantería de Marina de la Armada debían dividirse en dos grupos y embarcarse en tres camionetas blancas hacia el barrio Cuba para realizar un operativo táctico junto a la Policía. Debían llegar a las diez de la mañana del 2 de febrero para comenzar, según la orden. 

El máximo objetivo de la incursión era “identificar, aislar y neutralizar al personal que forme parte del crimen organizado transnacional, organizaciones terroristas y actores no estatales beligerantes”, dice el documento militar, desclasificado meses después, al que tuvimos acceso para esta investigación. Si bien los militares no tenían competencia para hacer allanamientos, el estado de excepción que regía en febrero autorizaba, entre otras cosas, que las Fuerzas Armadas ingresen a las casas que quisieran sin órdenes judiciales. 

Los marinos y los policías se desplegaron en la intersección entre La Robles y la calle 38 SE y se internaron en el lado derecho de la 38, donde hay cerca de treinta casas apiladas en un callejón que no tiene otra salida que el río Guayas. Y donde, también, inteligencia militar presumía que una de ellas albergaba drogas y armas. Los vecinos no son indiferentes: en el barrio Cuba saben que hay, al menos, tres bandas criminales que buscan hacer suyas las esquinas donde jóvenes empobrecidos trafican droga al menudeo. 

Mientras gran parte de los marinos y los policías ingresaba a las viviendas, tres miembros de tropa de la Armada permanecieron en la intersección para formar un cordón de seguridad y evitar el paso de personas: el cabo segundo Christian Alvarado, de 31 años, el cabo primero Gary Morejón, de 32, y el joven marinero Alexis Carreño, de 24. 

Cuando Eduardo Velasco y Carlos Javier Vega llegaron a la intersección los vieron de frente. 

Dice Eduardo que fue frenando progresivamente el automóvil color vino en la mitad de la calle. “Los militares estaban esparcidos en la avenida. Pero sí había circulación para seguir, aunque muy lenta y uno de ellos me hizo el alto”, cuenta. 

A su lado derecho, recuerda, vio a una camioneta blanca estacionada en el inicio del callejón de la 38. A su izquierda, la segunda camioneta blanca que bloqueaba el paso al lado izquierdo de la 38. Y al frente, menos de diez metros hacia adelante, siguiendo La Robles, de acuerdo con una medición hecha por las investigadoras, la tercera camioneta estaba parqueada en la vereda de primer edificio de la Universidad Salesiana —con esa descripción coinciden Velasco y la Armada ecuatoriana. 

Recreación del  encuentro inicial entre los primos, embarcados en el vehículo color vino, y los marinos, de acuerdo con versiones de Eduardo Velasco y la Armada ecuatoriana. 

Eduardo Velasco decidió bajar del carro para pedirles que le permitieran avanzar los pocos metros que faltaban para llegar al edificio B, que estaba a una calle más adelante de la 38. Carlos Javier también se sentía seguro —siempre quiso ser marino como su abuelo materno, así que el uniforme camuflado de matices verdes le era familiar. 

“Le dije: ‘mi Sub, cómo está. Buenos días. Voy aquí no más, a la universidad’. Me dijo que no podía pasar porque estaban en allanamiento. Miré hacia la derecha y, efectivamente, el callejón estaba lleno de policías y militares”, asegura Eduardo. Entonces, regresó al automóvil y se embarcó de nuevo. La única opción que tenía, cuenta, era “circunvalar en U (es decir, regresar por La Robles), porque no había por dónde más”. 

Pero en las versiones que los tres militares dieron a la Fiscalía, en la causa por ataque o resistencia contra Eduardo y Carlos Javier ya archivada, declararon que Velasco llegó de forma “agresiva” y, que, después de negarse a dejarlo pasar, él les habría dicho “vagos hijos de puta, no sirven para nada, también tenemos como responderles”. 

Para Velasco, hay que cerrar los ojos e imaginarlo. “¿no cree que me hubiesen dado una paliza por decirles eso?, ¿quién va a cuestionar a tres militares con fusiles?”, pregunta.

Eduardo dice que cuando intentó retroceder para circunvalar, “un militar se acercó y me apuntó con el fusil. Me ordenaba: ‘te fuiste, te fuiste’”. La maniobra era complicada, porque La Robles mide once metros de ancho en ese  tramo y había más vehículos parqueados. “Por quedarme viendo cómo me apuntaba, descuidé el retrovisor y me choqué”. El guardafango de la parte posterior derecha del automóvil, cuenta Eduardo, quedó enganchado con el guardafango de la parte posterior izquierda de una patrulla policial que Velasco dice no haber visto. “Estás pegado”, le alertó Carlos Javier a su primo. 

Según las versiones de los militares que recabó la Fiscalía —que suman a lo mucho página y media por cada una—, el cabo Alvarado fue quien se acercó a Velasco, aunque declaró que habría sido para ordenarle que pare y permita la revisión del vehículo por su supuesta “actitud sospechosa”. Alvarado contó que estaba a “cincuenta centímetros” de distancia del carro cuando Velasco dio marcha atrás y le rozó la bota de su pie izquierdo. El cabo Morejón aseguró que él permaneció del lado derecho del auto, del lado de Carlos Javier Vega, el copiloto. 

Velasco contradice la versión. Dice que uno de los militares comenzó a patear con fuerza el guardachoque delantero del automóvil —una imagen del vehículo muestra fisuras en el lado derecho del guardachoque.

“Le dije: ‘aguanta, déjame ver qué hice’ y el militar se puso en mi puerta. Quise sacar el carro despacio. Luego aceleré y, en el momento en el que me despegaba, rocé con la llanta izquierda delantera de mi carro la bota del militar”. Un reporte médico indica que el pie del militar Alvarado tenía una herida en el pie que lo incapacitó físicamente entre 7 a 8 días. Eduardo Velasco asegura que detuvo la marcha para bajarse el carro cuando, de pronto, escuchó:

—¡Booooooom!, retumbó en el barrio Cuba. Eran disparos. 

En ese instante, Carlos Javier Vega golpeó con su mano izquierda el hombro de su primo mayor. “Ñaño, ñaño”, le gritó y su cuerpo se venció hacia adelante. “Mi ñaño cambió de color. Estaba pálido y verdoso”, recuerda Velasco. Mientras otro militar, dice, estaba frente a él, continuó escuchando disparos. Pensaba que una balacera se había desatado por el operativo en el callejón de la 38 SE. 

Desesperado, Eduardo Velasco cuenta que esquivó al militar —que estaba de frente— girando a la izquierda para “evitar embestirlo” y poder salir de ahí por la calle Robles. “Lo único que quería era buscar ayuda médica para Javier. Nada más”, recuerda. 

Los marinos Alvarado y Morejón declararon, en cambio, que le insistieron a Velasco más de una vez para que se detuviera —Alvarado relató que, incluso, golpeó con la trompetilla de su arma el vidrio posterior izquierdo del vehículo. Dijo que “no hizo caso” y que habría intentado embestir a Morejón para después hacer lo mismo con el marinero Alexis Ramones, ubicado más adelante. Ramones contó que, cuando el carro se acercó, dio un golpe con su fusil al vidrio del copiloto, que se rompió casi por completo.

Por eso, dijeron Alvarado y Morejón, hicieron dos disparos —uno a los neumáticos y otro a la placa del carro— para neutralizarlo, mientras huía. 

Sin embargo, las heridas en el cuerpo de Eduardo Velasco y Carlos Javier Vega ponen en duda aquella versión. 

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Eduardo Velasco no sabía que una bala había alcanzado su hombro izquierdo hasta que sintió que el brazo se le caía. Avanzó unos metros hasta llegar a la intersección de la calle Robles e Ignacio Rueda Latassa, justamente la calle que atravesaba el edificio B de la Universidad Salesiana y le permitiría salir a la avenida Domingo Comín. Perdió la estabilidad del volante. Casi a las once y veinte de la mañana, Velasco marcó con su mano derecha el número de su esposa Carla en el celular ubicado en un soporte pegado al parabrisas. 

Negra, me dispararon. No sé por qué. Pero yo a Javier lo veo mal. Voy al [hospital] Teodoro Maldonado [estaba a cinco minutos en carro]. Pero si no logro llegar, vayan a verme a la Domingo Comín, le dijo Eduardo. 

Mientras, una camioneta blanca de los militares los seguía. 

Recorrido por calle General Francisco Robles, giro a la izquierda por calle Ignacio Rueda Latassa.

Dice Eduardo que, aunque intentaba continuar, su cuerpo comenzó a desvanecerse de a poco. “Pero Javier estaba malito. Se me iba de un lado para el otro. Intenté con todas mis fuerzas seguir para que lo atendieran. Tenía miedo de que nos disparen de nuevo”, recuerda. Dejó atrás la Rueda Latassa, avanzó y tomó uno de los carriles en sentido norte sur de la Domingo Comín, una larga avenida que atraviesa el sur de Guayaquil. Pasó el semáforo de la intersección entre esa calle y la Vicente Trujillo. Solo pudo seguir veinte metros más, en dirección a la parada de la Metrovía —un transporte público que recorre la ciudad—. El siguiente semáforo estaba en rojo. 

“Ya no me daba el cuerpo. Vi que había mucha gente y paré el carro ahí para pedir auxilio”. En ese instante, cuenta, los alcanzó la camioneta blanca. El automóvil quedó varado a la altura de la cadena de supermercados Mi Comisariato —las fotografías de medios locales que cubrieron corroboran la ubicación y con base en ellas medimos las distancias. 

Llegada a la avenida Domingo Comín, frontera entre el barrio Cuba y el barrio Centenario, carril norte-sur, donde Eduardo Velasco y Carlos Javier Vega fueron detenidos. El vehículo paró a la altura de Mi Comisariato. 

Dice Eduardo que en esa camioneta habrían estado los mismos marinos que les dispararon. En su versión inicial, libre y voluntaria, los tres militares coincidieron en que salieron tras el vehículo porque supuestamente Eduardo quería darse a la fuga. Morejón declaró que lograron interceptarlo en la avenida Domingo Comín y Trujillo. En cambio, sus compañeros Alvarado y Ramones dijeron que fue otra patrulla militar la que los alcanzó.

“El militar se bajó y me dijo: ‘tírate al piso’. Yo le respondí que llamen a una ambulancia para Javier, que nos habían disparado por gusto”, dice Eduardo.  Y asegura que tanto él como su primo fueron golpeados y que, aún con heridas letales, a Carlos Javier Vega “también le pisaron la cabeza” para someterlo. 

Con una bota militar sobre su hombro y su rostro contra el suelo, la mirada de Eduardo cruzó con la de un hombre que se acercaba: un periodista y detrás de él, su camarógrafo. 

El experimentado Christian Arias, quien enviaba noticias desde Guayaquil para el canal manabita Oromar, estaba regresando a su casa cuando vio un “alboroto” en la Domingo Comín. Estima que estuvo a menos de 25 metros de Eduardo. “Él trataba de alzar el pecho y levantar la vista hacia mí, pero el militar le presionaba más la espalda. Se lo veía muy angustiado [a Eduardo]”, cuenta. 

También vio a Carlos en el piso de cemento. “Se retorcía del dolor. Gemía. Pensé que realmente había pasado algo grave para que los hayan tenido así”, dice. No lo dudó: decidió hacer la cobertura en vivo. 

En pocos minutos, la calle se llenó de, al menos, quince uniformados —entre militares y policías con el rostro cubierto—, además de agentes vestidos de civil y decenas de curiosos. Uno de los policías, recuerda Eduardo, le pidió su celular para revisar sus chats. “Le dije que revisara todo. Él encontró lo único que tenía: chats de taxistas”. 

Dice Eduardo Velasco que, mientras permanecía en el suelo, alcanzó a ver que el perrito que él y su primo pretendían vender “estaba de mano en mano de los militares. No digo que ellos se lo llevaron, porque no lo sé, pero la última vez que lo vi estaba en sus manos”. Lo que sucedió después con el cachorro es un misterio. 

Las ambulancias de los bomberos de Guayaquil que los auxiliaron partieron desde la Domingo Comín hacia el Hospital de Especialidades Guasmo Sur entre las once y cincuenta y once y cincuenta y nueve de la mañana, cerca de treinta minutos después de que el cuerpo de Carlos Javier Vega recibiera cuatro impactos. Un equipo periodístico de Diario El Universo llegó a la avenida e hizo una transmisión en vivo de siete minutos que comienza a las once y cincuenta y cuatro de la mañana en su cuenta de Facebook. Durante los primeros segundos de las imágenes —que verificamos para esta investigación—, una periodista anuncia que la ambulancia que lleva a Carlos Javier Vega, una Alfa 4, se ha ido. Cinco minutos después, se observa el momento exacto en el que otra ambulancia lleva a Eduardo Velasco. Ambos con resguardo policial. 

Los celulares de Laura Ipanaqué, Carlos Vicente Vega, Natasha Coque y Ana Ipanaqué comenzaron a sonar. Todos, desde diferentes zonas del sur de la ciudad, recorrieron “el trayecto más largo de su vida” hacia el hospital —dicen, al unísono— cuando supieron que Carlos Javier había sido baleado. 

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Herido de muerte, Carlos Javier Vega fue ingresado al área de Emergencia del Hospital del Guasmo, un centro de salud construido en uno de los barrios más empobrecidos de Guayaquil, a las doce y catorce del día, a casi una hora de los disparos en contra de los primos, según su historia clínica. Tenía cuatro orificios de bala que comprometieron sus dos pulmones —el derecho estaba lacerado—, su riñón izquierdo, su intestino delgado y su columna vertebral. “Con esas heridas, era poco probable que sobreviviera. Y si vivía, debido a la laceración de su columna, hubiese quedado sin movilidad, parapléjico”, dice el consultor forense Miguel Ángel Moreno. 

Antes de que lo subieran a quirófano, solo dos personas pudieron verlo: Eduardo Velasco y su madre Laura Ipanaqué, quien, junto a su esposo Carlos Vicente Vega, salió desesperada desde su panadería hacia el hospital.

“Estoy bien, ñaño”, le dijo Carlos Javier a su primo, mientras estaba recostado en una camilla. Laura, en cambio, tuvo que correr. Apenas llegó al hospital vio que a Javier lo llevaban al ascensor. Lo alcanzó y pudo orar por él.  “Te amo, mamita”, le respondió. 

Durante las siguientes horas, el equipo médico del Guasmo Sur extirpó el riñón izquierdo debido a la brutal hemorragia que sufría y le practicaron una operación llamada laparotomía para explorar su abdomen y tratar sus órganos lacerados. También pidió a la familia comprar una serie de medicinas para Carlos Javier —un emergenciólogo del centro nos dijo que en el Guasmo Sur hay tal desabastecimiento de insumos que no tienen ni hilo o aguja para suturar. 

Mientras Carlos Javier Vega intentaba sobrevivir, su primo Eduardo Velasco fue llevado al Cuartel Modelo después de que los médicos cosieran la herida de bala en su hombro izquierdo —el cabo Christian Alvarado ya los había denunciado por presunto delito de ataque o resistencia. 

Afuera del hospital del Guasmo, los padres de Carlos Javier, sus hermanos Carlos Eduardo, Nicole y Sarita se mantenían en vigilia junto a su familia. Poco a poco, llegaron sus amigos y miembros de la Iglesia Verbo Norte. Natasha Coque, una joven de 18 años, delgada y con una melena castaña, los ponía al tanto de la situación de su enamorado Carlos Javier. Ella fue una de las primeras personas que leyó la versión oficial de los militares en redes sociales. 

A la izquierda, retrato de Natasha Coque, enamorada de Carlos Javier Vega, en su casa en un barrio del sur de la ciudad. A la derecha, un muñeco tejido en lana con la figura del futbolista argentino Lionel Messi, Natasha lo encargó como regalo para Carlos Javier pero nunca llegó a dárselo. 29 de abril de 2024, Guayaquil, Ecuador. | Fotografía: Karen Toro

A las cinco y treinta y siete de la tarde, las Fuerzas Armadas publicaron un comunicado en el que anunciaban que Carlos Javier y Eduardo eran “terroristas aprehendidos ante un intento de ataque a un retén militar”. La institución, amparándose en la declaratoria de conflicto armado interno, dijo que los disparos se hicieron porque “se intentó evadir el control, embistiendo al personal militar e impactando contra el vehículo de la patrulla”.

Pero el carro en el que viajaban los primos no estaba reportado como robado: su dueño, Dorian Bustamante, declaró ante la Fiscalía que alquilaba el automóvil color vino a Eduardo Velasco desde septiembre de 2023 por recomendación de su padre. En el vehículo no se encontraron drogas, ni cuchillos, ni armas de fuego. 

Ni la Policía ni las Fuerzas Armadas presentaron pruebas de su pertenencia a alguna banda criminal. Ninguno tenía antecedentes —la plataforma pública de la función judicial lo confirma. 

El país entero pensó que dos “criminales” habían sido detenidos. 

Lo que Ecuador no sabía era que Carlos Javier Vega no sobreviviría a sus heridas. A las siete de la mañana del 3 de febrero de 2024, le dio un paro cardíaco. Pese a que los médicos intentaron reanimarlo, murió veinte minutos después. 

Un joven que soñaba con ser marino fue asesinado por marinos. Carlos Javier Vega es el rostro de esa dolorosa paradoja. 

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El cuerpo habla y la herida de Eduardo Velasco es clave. La bala que lo alcanzó ingresó en la zona de su clavícula izquierda y salió por el área de su escápula izquierda. Es decir, por su hombro, de acuerdo con un reporte médico al que tuvimos acceso. Cuando Velasco muestra su herida suturada es visible: el orificio de entrada es más pequeño y simétrico —mide cerca de nueve milímetros—, mientras que el de salida está elevado y la cicatriz que dejó mide cuatro centímetros, casi del tamaño de una moneda de cincuenta centavos. 

“Es un disparo frontal. Es decir, quien lo disparó estuvo frente a él. Y este tipo de disparos van con la intención de neutralizar totalmente a la persona”, aduce el perito Miguel Ángel Moreno, consultor y asesor forense para Latinoamérica, quien analizó la herida y el documento médico para esta investigación. 

A la izquierda, Eduardo Velasco muestra la herida que le dejó el orificio de entrada de una bala disparada el 2 de febrero cuando conducía junto a su primo Carlos Javier Vega. A la derecha se observa la cicatriz que dejó el orificio de salida de la bala. 28 de abril de 2024, Guayaquil, Ecuador. | Fotografía: Karen Toro

Dice Moreno que Eduardo tuvo mucha suerte. Bajo la clavícula, explica, pasa la arteria subclavia: “es un vaso sanguíneo muy importante que atraviesa el tórax. Él pudo haber perdido la conciencia en minutos y fallecer por ese disparo, mucho más si es una bala de alta velocidad como la de un fusil”. Un proyectil de fusil Colt, explica el perito balístico Roberto Nigris, tiene un calibre 5.56 milímetros y una gran velocidad de 900 metros por segundo, en contraste con la de un arma corta de 8 milímetros que tiene una velocidad, en promedio, de 300 metros por segundo. 

El carro, además, tiene huellas. En la parte inferior del parabrisas delantero —a la altura de las calcomanías de revisión vehicular—  tiene un orificio de arma de fuego y existe otro orificio en la parte también inferior del parabrisas trasero. “Sí es posible que esos sean los orificios de entrada y salida, sin embargo, es vital una pericia balística para confirmarlo”, aclara el experto Moreno. 

En sus versiones, ninguno de los marinos dijo haber disparado de frente, sino que declararon que detonaron sus fusiles negros marca Colt Defense cuando Eduardo supuestamente huía, intentando embestir al marinero Alexis Ramones. “Si es un disparo de frente, es poco probable que la persona herida estuviese huyendo. Los uniformados tienen mucho qué explicar”, cuestiona Moreno. 

Los tres marinos coincidieron, también en sus versiones, en que no supieron que había dos ocupantes en el vehículo hasta que los primos fueron detenidos en la avenida Domingo Comín, porque los adhesivos negros pegados a las ventanas impedían la visibilidad. Pero una fotografía publicada junto al comunicado de las Fuerzas Armadas muestra que, si bien las ventanas tenían parasoles adhesivos, el parabrisas delantero, que llevaba una franja oscurecida en su zona alta, sí permite observar los asientos. Son visibles detrás del vidrio.

En la autopsia de Carlos Javier Vega —también analizada por el experto Miguel Ángel Moreno—, un médico legista describe cuatro heridas de los orificios de entrada de proyectiles en el examen externo del cadáver: dos en el tórax posterior derecho y dos en el tórax posterior izquierdo, aunque no especifica a qué órgano afectó cada herida o cuál fue su alcance. 

De acuerdo con el médico, los impactos ingresaron con dos trayectorias: las primeras tres heridas tienen una trayectoria de “derecha a izquierda, de arriba hacia abajo y de atrás hacia adelante”. Es decir, Carlos Javier fue disparado por atrás. Y la cuarta herida, según el médico, se hizo de “izquierda a derecha, de arriba hacia abajo y de atrás hacia adelante”. Todos los disparos, concluyó el médico, se hicieron a larga distancia, es decir, a más de 150 centímetros cuando se trata de armas largas —el fusil Colt mide entre 75 y 83 centímetros, dependiendo de si su culata, pieza posterior del fusil, está extendida. 

En el siguiente apartado que examina de forma interna el cuerpo, el médico encontró una bala dorada con plomo en el abdomen, dos fragmentos de bala en la columna, otro fragmento en el pulmón derecho y otro en los músculos torácicos. Ninguno salió del cuerpo del joven. 

El médico categorizó a la muerte de Carlos Javier Vega como “violenta” y determinó que la causa fue una “hemorragia aguda interna” y enlistó tres lesiones: laceración de pulmón derecho e intestino delgado, traumatismo renal izquierdo y traumatismo raquimedular lumbar. Moreno cuestiona el análisis: “no hay duda de que fue una hemorragia interna, pero el perito debe determinar cuál es el elemento primario de la causa de muerte. Es decir, cuál fue la herida que causó el fallecimiento para entender cuál disparo hizo más daño”.

En el automóvil color vino, hay un orificio de arma de fuego a la altura de la cajuela —de acuerdo con imágenes que verificamos. Pero es aún difícil saber si fue una sola bala la que ingresó en el cuerpo de Carlos Javier. Dice el perito balístico Nigris que puede ocurrir que un proyectil de fusil marca Colt Defense se fragmente “si antes de llegar al cuerpo, un proyectil impacta un blanco intermedio (puede ser un vidrio, una puerta, un muro, algo sólido)”. Sin embargo, aclara, eso debe confirmarse con una pericia balística para definir qué trayectoria tuvo la bala o las balas, porque existe, también, la posibilidad de que sea más de un proyectil y hay que ser exactos”. 

Para ejemplificar los hallazgos, hicimos un diagrama con las heridas descritas por el médico legista, junto al experto Miguel Ángel Moreno. Fue un desafío, porque, al no existir una descripción clara de cuáles lesiones específicamente causó cada orificio de entrada, no era fácil ubicarlas. Tomó cerca de cuatro horas hacerlo. “En un caso donde el Estado está siendo cuestionado, el protocolo de autopsia es una prueba madre. Debe ser concisa, no ambigua. Yo recomiendo solicitar una ampliación de la autopsia”, plantea el perito.

Las ambigüedades, explica, tienen que ser aclaradas porque hay un riesgo: “la defensa de los sospechosos podría argumentar que, debido a la falta de certeza en una prueba tan importante, podría decir que existe una duda razonable [un principio jurídico que, de ser concedido por un juez, puede devenir en la absolución de los acusados]”.

Aunque los marinos no lo mencionan en sus versiones, el capitán de navío, Carlos Salvador, el único vocero de la Armada que habló sobre la muerte de Carlos Javier, dijo, durante una entrevista con la cadena televisiva Ecuavisa, publicada el 24 de abril  de 2024, que los militares dispararon con la intención de “parar la marcha” repitió que los disparos “fueron hacia las llantas”, pero por la “inestabilidad del terreno”, el vehículo se movió y ocurrió todo. 

El perito Miguel Ángel Moreno explica que, desde la perspectiva criminalística, para que exista inestabilidad en una calle debe existir obstáculos importantes. “El suelo debería ser intransitable, habría que detenerse para pasar una brecha, superar fracturas grandes en el asfalto o incluso haber material de construcción”, explica. 

Pero en la intersección entre la avenida Robles y la calle 38 hay cuatro baches no profundos. Se producen por el paso de tráileres o camiones de fábricas o camaroneras cercanas que suelen pasar cada treinta minutos. Además, relatan los vecinos de barrio Cuba, sus calles son desatendidas, usualmente olvidadas. 

El bache más grande mide 1,50 metros de largo, pero su profundidad es de tres centímetros. El más pequeño mide 33 centímetros y su profundidad es tres centímetros. Ninguno altera el tránsito de los vehículos que recorren la calle a diario. 

¿Hay un deterioro progresivo del asfalto? Sí, dice Moreno. ¿Eso genera inestabilidad del terreno? El experto asegura que no. 

Un metro y una trincheta de plástico señalan los 3 centímetros de profundidad de un bache de la calle General Francisco Robles, en el barrio Cuba, en Guayaquil, Ecuador. | Fotografía: Karol E. Noroña

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La muerte de Carlos Javier Vega se investiga como una presunta extralimitación en la ejecución de un acto de servicio de los tres marinos, en la Fiscalía de Uso Progresivo de la Fuerza, desde el 19 de febrero de 2024. Dice el abogado Abraham Aguirre, miembro del Comité Permanente para la Defensa de los Derechos Humanos, que patrocina a la familia del joven, que buscarán que la Fiscalía lo indague como una posible ejecución extrajudicial. 

Hay una diferencia clara entre los dos delitos. El Código Integral Penal establece en la extralimitación una observación del uso progresivo de la fuerza que debe ser siempre proporcional —en casos en los que deba ser aplicada— y que, como efecto, cause lesiones a una persona. 

La ejecución extrajudicial, en cambio, implica que un agente estatal, de forma deliberada, cause la muerte de una persona, apoyado en la potestad de un Estado para justificar el crimen. 

Las condenas también difieren: en la extralimitación, cuando ha producido la muerte, la sentencia puede llegar a los trece años de reclusión. En la ejecución extrajudicial, en cambio, los años de cárcel pueden ascender a los veintiséis. 

Para que el delito se esclarezca, la reconstrucción de los hechos es una de las diligencias más importantes para que el caso avance. En la intersección entre La Robles y la calle 38 SE hay, al menos, cinco cámaras de seguridad públicas y privadas ya periciadas. Sin embargo, el abogado Aguirre lamenta que los resultados fueron desalentadores: “las cámaras sí funcionaban, pero en los videos no se observa nada sobre los disparos y la detención, 

La familia de Carlos Javier y el abogado Aguirre han solicitado varias pericias esenciales: la trayectoria balística y el empleo de un escáner 3D para recrear cómo ingresaron las balas. “En sus versiones, los marinos son ambiguos respecto a sus ubicaciones cuando los disparos ocurrieron”, explica Aguirre.

Solicitaron, además, una ampliación del protocolo de autopsia, en la que el médico legista que hizo la pericia tendrá que profundizar la descripción de las trayectorias internas de los disparos y sus heridas para resolver las dudas planteadas en esta investigación. El objetivo es que el proceso avance: a ocho meses de la muerte de Carlos Javier Vega, su caso continúa en indagación previa, una etapa aún preprocesal que puede durar hasta dos años.

Retrato de Eduardo Velasco Ipanaqué, primo de Carlos Javier Vega, en la casa de sus abuelos maternos donde creció y luego cumplió arresto domiciliario. 28 de abril de 2024, Guayaquil, Ecuador. | Fotografía: Karen Toro

Eduardo Velasco, el sobreviviente, es optimista. “Yo colaboraré con todo lo que me pidan para que se sepa que lo que dije es cierto”, dice. Velasco fue procesado por ataque o resistencia el mismo día en el que su primo murió. No entró a una cárcel, pero cumplió con arresto domiciliario, una medida alternativa a la prisión preventiva, hasta el 25 de marzo de 2024, cuando un juez acogió el pedido de un fiscal —que argumentó que seguir con el proceso era “malgastar recursos públicos” y ordenó el archivo del caso. 

Por ahora, el caso de Carlos Javier es una de las 145 investigaciones que la Fiscalía lleva por delito de extralimitación en la ejecución de un acto de servicio, desde el 9 de enero hasta el 31 de julio de este año. En cambio, hay 12 causas abiertas por ejecución extrajudicial, según las cifras que la institución detalló para esta investigación. 

La historia de Carlos Javier Vega abre un debate que va más allá de los años de sentencia: fue asesinado en medio de un cuestionado conflicto armado interno, una promesa gubernamental por la seguridad de un país horrorizado. 

Juan Pappier, subdirector para las Américas de la organización Human Rights Watch, —que en mayo de 2024 envió una carta al presidente Daniel Noboa cuestionando la declaratoria— lo repite: “no tiene fundamento jurídico. Lo que hay en Ecuador es una profunda crisis de crimen organizado, pero no constituye un conflicto armado interno”. Ha generado, además, problemas adicionales. “La extorsión y los secuestros se han disparado (es verdad, se han quintuplicado). Los ecuatorianos siguen sufriendo todo tipo de atrocidades”, dice Pappier. 

En su carta, Human Rights Watch categorizó al caso de Carlos Javier Vega como una “aparente ejecución extrajudicial”. Muertes como la suya, reflexiona, son un espejo de las vulneraciones a los derechos humanos que ha causado el conflicto armado interno no solo en las calles, sino también en las cárceles donde la Fiscalía ha recogido casi 200 denuncias entre tortura, violencia sexual y ejecuciones extrajudiciales hasta julio de 2024.

Esa reflexión, sin embargo, está vetada en el discurso de Noboa, que en febrero anunció que defendería a “todo uniformado” ante cualquier “antipatria” que se atreva a decir que en Ecuador se violan los derechos humanos. 

La abogada Silvana Tapia, PhD en estudios sociojurídicos, quien investiga la violencia desde la criminología crítica, lo cuestiona aún más: “la militarización es una cortina de humo. El gobierno aprovechó el shock ciudadano para imponer medidas como la subida al 15% del IVA que financia su guerra. Pero nunca se ha dirigido a los sistemas financieros que lideran las mafias”. 

El Ecuador de la “guerra contra el narco” —y ahora, contra el terrorismo— es una geografía herida en constante “disputa por la dignidad humana”, lamenta Tapia, donde las víctimas son constantemente culpabilizadas.

La familia de Carlos Javier no solo ha tenido que enfrentar su repentina y violenta muerte, sino escuchar a cientos de voces que avalaron su muerte por ser llamado terrorista. La joven psicóloga Nathalia Santos del CDH Guayaquil, que acompaña emocionalmente a Laura Ipanaqué y Carlos Vicente Vega, dice que su luto se ha profundizado. “Viven una revictimización constante. Siempre se les está pidiendo que expliquen por qué su hijo no era un criminal, ellos también han sido culpados por la opinión pública”, explica. 

Es difícil que un país dolido sane sin conocer la profundidad de su herida. 

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A las tres de la tarde de una templada Guayaquil, el 14 de septiembre de 2004, un bebé gritón, sin pelo y piel aporcelanada, veía por primera vez el mundo. En la Maternidad Enrique Sotomayor, Carlos Javier Vega nacía por cesárea y se convertía en el segundo de los cuatro hijos de Laura Ipanaqué y Carlos Vicente Vega. “Era como un osito gordito”, recuerda Carlos Vicente, un padre manabita, que aprendió a hacer pan, pasteles y postres desde que era un adolescente. 

Dice Laura que desde sus primeros días y años, Carlos Javier “quería que todos lo carguen, andaba siempre de mano en mano”, sobre todo, cuando usaba el traje de tigrecito naranja que le compraron cuando tenía dos años. Y de la mano lo llevaba Eduardo Velasco durante uno de los programas de Navidad de su colegio. “Él era el niño Dios del pesebre. Y yo solo lo presumía porque era bonito, rubiecito —nosotros aquí somos morenitos, ¿no nos ve?”, cuenta, soltando una sonrisa, mientras su madre Ana lo mira con los ojos acuosos, conmovida, en la casa de los abuelos maternos. 

Laura Ipanaqué, madre de Carlos Javier Vega, sostiene un celular donde muestra una fotografía familiar, en el centro ella sostiene a Carlos Javier. 29 de abril de 2024, Guayaquil, Ecuador. | Fotografía: Karen Toro

Desde entonces, Carlos Javier Vega era también Javiercito para su padre Carlos Vicente, Mi niño para su madre Laura Ipanaqué, Don Tole para su familia manaba —así le decían porque se parecía a su abuelo paterno—, Ratoncito para su tía Ana, Já Já Javier para su primo Eduardo Velasco, Colorado para Natasha Coque y Javi para sus amigos. Tenía muchos. 

Una mujer que trabaja en el cementerio Jardines de Esperanza, donde fue enterrado Carlos Javier, vio a tanta gente reunida en su sepelio —al menos trescientas personas desbordaron una sala blanca llena de flores y lirios— que pensó que era un adulto mayor con décadas vividas. “Ha sido tan jovencito y tan amado. Me dio una tristeza”, recuerda.

—Yo creo que Dios nos lo regaló 19 años. Yo estoy tan agradecido por lo que fue mi Javiercito. Lo extraño para jugar fútbol, lo extrañamos mucho, cuenta Carlos Vicente Vega, mientras apoya su cabeza en el hombro de su esposa Laura Ipanaqué. 

Nada hará girar la llave del tiempo. Pero la familia y los amigos de Carlos Javier Vega elevan una exigencia para que él no siga muriendo en más preguntas: que el Estado ecuatoriano y las Fuerzas Armadas reconozcan públicamente que no era un terrorista y se disculpen. 

Nadie sabe si algún día esas palabras llegarán. La posibilidad de escucharlas los impulsa a seguir repitiendo el nombre de Carlos Javier Vega. 

—Esa sería la justicia para mí. Y, créame, yo sí los perdonaría, dice Laura Ipanaqué. 

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*El nombre real de Jordan, menor de edad, fue protegido en esta historia. 

Este reportaje se realizó gracias al programa de becas de producción de la Red de Periodismo de Investigación, un proyecto de la Fundación Periodistas Sin Cadenas.

Investigación: Karol E. Noroña

Fotografía, video y edición: Karen Toro

Infografías: Apxel

Tomas de dron: Santiago Arcos





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